Relato largo. Géneros: drama, realismo mágico.
Aquella vez, cuando te pedí que te marcharas, en el fondo
quise decir que te quedaras. Me arrepentí al instante, pero no pude enmendarme,
no pude detenerte, porque tú ya estabas muy lejos de mí. Abandonaste el lugar
que llamabas la realidad y el destino
se interpuso para que no te siguiese. Después de lo que ocurrió, me aterró
visitarla. Odiaba el poder que había ejercido sobre ti y sobre mí. Nos alejó
demasiado de lo que importaba.
Me agradaban las historias que me contabas
acerca de ella, sin embargo. Había hermosos campos con flores, castillos
medievos que, localizados en encrespadas colinas, izaban sus banderas y
símbolos que las caracterizaban con orgullo. Las criaturas mitológicas del
pueblo vecino corrían y se mezclaban con los aldeanos; unicornios, dragones, incluso
hadas y gnomos pululaban en los jardines, repartiendo alegría por doquier. Eran
amables. Tu realidad era amable, sin rastro de oscuridad. La magia era palpable
y siendo yo un niño de siete años, me encandiló su belleza. Intentaba unirme a
tus juegos y ver lo que veías, sentir lo que sentías y acercarme a lo que era
tan cercano para ti.
Mi comportamiento aprobativo a tus fantasías
era lo que precisamente enfadaba a papá y mamá. Me comentaban a escondidas que
era un mal chico, que no debía alentarte a acudir a la actividad rutinaria del
reino, que nuestro hogar estaba allí, encarcelados entre las rejas de su
prisión. Cuando la tarde anterior me descubriste discutiendo vehemente con papá
y mamá ante su inseguridad debido a que circulaba el rumor de que unos vándalos
desertores de la corona acechaban en los alrededores, tú gritaste y yo te
imité. Ambos vociferamos con la determinación de dos huracanes devastadores.
Seguro que nuestros gritos significaron: « ¡No os haremos
caso, no nos tragaremos vuestras excusas, saldremos de aquí e iremos a las
afueras del reino! »
¿Verdad?
—Eddy, levanta.
Bajé por las escalerillas de la litera y lo
zarandeé con cuidado. Sabía que no le gustaba que lo despertasen bruscamente.
Era la una de la noche y yo no había conseguido conciliar el sueño. En el
exterior, se distinguían los alaridos de los dragones. Nos estaban reclamando.
Eddy no podía perdérselo. Poco a poco abrió los ojos.
—¿Los oyes? —le pregunté—. Son ellos.
Eddy sonrió.
—¿No es genial?
Emitió un pequeño gritito satisfactorio.
—Están impacientes por conocerte, Eddy.
Mientras empujaba a Eddy hacia la entrada,
evité que montase un escándalo por el cambio repentino de rutina tapándole la
boca y posando mi dedo índice sobre los labios. Nos costó, pero del cenicero de
papá tomamos las llaves y abrimos la puerta de la cárcel.
Afuera, el cielo estrellado brillaba. Los
aldeanos habían encendido cuatro fogatas y cantaban con brío alrededor de ellas,
subidos nada más y nada menos que a lomos de los dragones. Los habían domado y
rugían repetitivamente, emitiendo un “roaw, roaw” musical. Sí, al fin había
comprendido la realidad de la que Eddy era partícipe. Lo notaba en los gestos
de mi hermano gemelo, el cual agitaba emocionado los brazos, demostrando su más
sincera felicidad.
Corrimos entusiasmados hacia la fiesta.
—¡Pero si son Eddy y Elie! ¡Bienvenidos a
nuestra celebración! —exclamó uno de los domadores de dragones.
—¿Qué celebráis? —me interesé.
—El regreso de estos cuatro grandes amigos
nuestros. Están detrás de vosotros, cada uno avivando su respectiva fogata.
Nos volvimos y, en efecto, los cuatro
hombres se irguieron corpulentos. Sonreí y me devolvieron la sonrisa. Acto
seguido, le ofrecieron una gruesa rama a Eddy, colocándosela a unos centímetros
de su pecho.
—Échala para que alimente al fuego —le
aconsejó uno de los hombres.
—¡Yo también quiero! —me quejé.
Se hizo un largo silencio. Me pareció raro
que el ambiente se enrareciera de aquella manera.
—No, Elie —respondió severamente el más
grandullón de los cuatro—. No te daremos ninguna a ti.
El humo del fuego se empezó a propagar,
rodeando a mi hermano, a los hombres y a los domadores de dragones. Mi visión
se volvía cada vez más borrosa a medida que intentaba enfocarlos. Sus rostros se
desfiguraban y me confundían.
—Tú no eres como él, Elie. Eddy es especial
—dijo el primer hombre que creció como un gigante.
—Precisa más atención —constató el segundo
hombre que se encogía, hablando con una voz débil y pausada.
—Nos esforzaremos por su bien —afirmó
tristemente el tercer hombre que dejó caer una larga melena sobre sus hombros.
—Porque es diferente —suspiró el cuarto
hombre tomando una pipa.
Mentira.
Todo en lo que creía no era más que un saco
de mentiras. Lo llenaba de autocomplacencias y de ilusiones falsas, hasta que
aquella noche se sobrecargó y tuvo que romperse.
Contemplé a los cuatro hombres de nuevo.
Reconocí espantado a papá, a la abuela, a mamá y al abuelo. De pie, me repetían
las cosas de las que intentaba huir, los motivos que suscitaban que una parte
de mí ansiase que mi hermano desapareciese por haber nacido…así.
Sin pensar, lo solté:
—Solo pensáis en él. ¡Ni siquiera os
replanteáis cómo me siento yo!
¿No era tu mundo un mundo sin maldad, Eddy? ¿Dónde
estaba la bondad, la magia, la inocencia? ¿Por qué de repente tus gentes
desenvainaban sus espadas contra mí? ¿Por qué consentías siquiera que lo
hiciesen? ¿En qué me había equivocado? Solo intentaba protegerte de la otra
realidad, en la que yo existía pero tú eras incapaz de captar. ¿Acaso no me lo
agradecías? No les dijiste que parasen de atacarme. Arremetieron con palabras
hirientes, los domadores ordenaron que los dragones se preparasen para escupir
sus bolas incandescentes. El suelo se resquebrajaba. ¿Qué estaba sucediendo?
—¡Eres un idiota, Eddy! ¡¡Ojalá te marcharas!!
No.
Eddy no era idiota.
Simplemente me protegía de mi propio dolor
culpándolo.
La realidad de mi hermano no era real. Lo
sabía y, pese a todo, me negaba a hacerle frente. Cuando acopié el valor
necesario para desprenderme de ella y despertar en la que los demás
frecuentaban, la niebla se disipó y distinguí a cuatro hombres delante de
cuatro cuerpos inertes que tendidos cubrían el asfalto de un líquido rojo
llameante. Los asesinos se escondían detrás de sus capuchas y esbozaban unas sonrisas
sombrías. El más grande de ellos apuntaba a Eddy con una pistola en el pecho. Unos
policías, tumbados encima del techo de sus coches y con armamento en mano, me
ordenaron que me apartase cuanto antes, pero los ignoré, porque estaba
demasiado aturdido con el estruendo de sus vehículos, cuyas sirenas entonaban un
musical “pii, pii”.
Entonces, el recuerdo me inundó. Como en un
flashback, la súbita imagen de mamá leyendo el libro que el doctor le había
prestado traspasó mi mente. Lloraba junto con papá y el abuelo y la abuela. Reunidos
en la cocina, los espiaba desde el umbral de la puerta del salón, el que no era
nuestra cárcel, sino un salón rutinario. Sus frases llenas de tristeza e
impotencia se entremezclaban. « No es justo », «es nuestra culpa », «lo afrontaremos juntos, a Eddy no le
faltará de nada ».
Y la última que
los destrozó: « ¿Por qué autista? No merecía esto ».
La escena pasada
se desvaneció y yo me desplomé sobre el asfalto, al lado de mi saco roto.
***
Eddy, cuando
recobré el conocimiento tú ya te habías ido. Tu realidad desapareció contigo en
el momento en que la bala de la pistola se incrustó tu corazón. En ocasiones me
aterroriza la idea de que la realidad que atisbé aquella noche fuese distinta a
la que tú viste. Tal vez solo resultó ser mi propia creación basada en las
historias que me narrabas. Ahora que he crecido, puedo asegurar que era un niño
egoísta que buscaba el amor copiándote. Éramos iguales y no lo éramos al mismo
tiempo. Yo nací como tú y tú naciste como yo, pero fuimos separados por aquella
invisible barrera psicológica que te condicionó.
Depositando un
ramo de fresias sobre tu tumba espero en vano redimirme de mi error, de la
tortura que me ha perseguido durante tantos años y que aún permanece latente. Me
arriesgo a avanzar:
—Lo siento mucho,
Eddy. Te quiero.
Adiós a tu
auténtica realidad.
Adiós al mundo
que me mostraste.
Adiós, hermano.